Cada vez que me acuerdo de mi hijo
me da como una punzada,
aquí, muy dentro del pecho,
donde se halla colocada,
tan sensible, tan nombrada
y tan propensa a la emoción,
esa masa colorada
que se llama corazón.
Y cómo no he de sentirla
si se trata de "mi" hijo,
el que con sus payasadas,
su chicle y su mermelada,
me dejaba pegajosos
el cubrecamas, la almohada,
y aunque a veces me propuse reñirle,
siempre fallaba
porque el pícaro salía
con su sonrisa inocente
y al verlo, así, tan sonriente,
y...bueno, lo perdonaba.
Cómo olvidar las mañanas
en que mamá lo peinaba,
sentado, él, en una silla
la barbilla levantada,
en un gesto de protesta
por la lucha que libraban
la mamá, y el "remolino"
que casi siempre ganaba.
(Y nunca logré explicarme
el motivo por el cual
lo peinaban tanto y tanto
si al cabo quedaba igual).
Pero el tiempo va pasando
y hoy mi hijo no es el mismo,
y ya no da los problemas,
entretenidos, de niño,
ahora es un "caballero",
se afeita con "mi" navaja,
se fuma "mis" cigarrillos
y se pone "mis" corbatas.
Se acabó aquel inocente
del susto, el llanto y la tos,
ahora él es el que manda
y hasta sabe más que yo.
Incluso, sin ir más lejos,
ayer me trajo su novia,
yo, por dentro, les bendije,
por fuera me puse serio,
porque debo confesar
que me dio un poco de miedo
notar, en aquellos mozos,
cómo se ha pasado el tiempo.
Hoy todo se ve distinto,
las ropas, el sillón, la almohada,
si parece que les falta
"ese" poco de mermelada,
y todo tan en su sitio,
no hay nada en que tropezarse,
no hay nadie que quiebre un vidrio
ni haga a la mamá enojarse,
Y los platos no se rompen,
y el canario no se sale,
¡cómo hace falta mi hijo!
en esta casa tan grande.